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lunes, 8 de septiembre de 2014

La espuma de los días



Este verano me he deleitado con una novela que se saborea de forma deliciosa: La espuma de los días, de Boris Vian.




Hay una versión cinematográfica dirigida por Michel Gondry, pero precisamente por el estilo excéntrico y maravilloso del escritor, esta vez si hay que recomendar leer primero el libro. No es que Gondry no sea excéntrico y maravilloso, pero como son cualidades éstas intransferibles, cada uno tiene un resultado diferente dentro de su propio universo.

Es un libro que habla del amor, de varias clases de amor, pero principalmente del amor a la vida, que se tiñe de oscuro cuando acontecimientos que los personajes no pueden controlar les muestran que vivimos verdaderamente en un mundo hostil.

Surrealismo y existencialismo se dan la mano en esta novela, que con humor, belleza y mirada crítica, nos hace pasar un buen rato de entretenimiento y reflexión.

La prodigiosa imaginación de Boris Vian consigue unas descripciones admirables (Dentro del pecho le sonaba una especie de música militar alemana, en la que no se oye más que el bombo). A los acontecimientos surrealistas les da siempre una vuelta más de tuerca (Él se desabotonó el cuello. Allise reunió todas su fuerzas y con gesto resuelto, hincó el arrancacorazones en el pecho de Partre. Él la miró, moría muy deprisa y lanzó una última mirada de asombro al comprobar que tenía el corazón en forma de tetraedro).

Pero si hay un fragmento que sin duda merece ser recordado, es en el que los protagonistas, que viven en su mundo rosa, ven tras los cristales de su vehículo un poco de la vida de las clases más bajas. Tan surrealista y realista al mismo tiempo, pues es una reflexión sobre el comportamiento humano en la sociedad materialista, tan absurdo como la sociedad misma:

Bruscamente, la carretera trazó una nueva curva y se encontraron en medio de las minas de cobre. Se escalonaban a ambos lados varios metros hacia abajo. Inmensas extensiones de cobre verdusco desplegaban su aridez hasta el infinito. Centenares de hombres vestidos con trajes herméticos se agitaban alrededor de las hogueras. Otros apilaban en pirámides regulares el combustible que llegaba sin cesar en vagoneta s eléctricas. El cobre, bajo el efecto del calor, se fundía y corría en arroyuelos rojos, bordeados de escorias esponjosas y duras como la piedra. De trecho en trecho se recogía el cobre en grandes depósitos donde había máquinas que lo bombeaban y lo trasvasaban a tuberías ovaladas.
- Qué trabajo más horrible!... -dijo Chloé.
- Está bastante bien pagado -repuso Nicolás.
Algunos de los hombres dejaron de trabajar para ver pasar el coche. En sus ojos tan sólo se veía una cierta compasión socarrona. Eran anchos y fuertes, y parecían inalterables.
- No les caemos bien -dijo Chloé-. Vámonos de aquí.
- Es que ellos trabajan... -dijo Colin.
- Pero eso no es una razón -dijo Chloé.
Nicolás aceleró un poco. El coche se deslizaba sobre la agrietada carretera en medio del rumor de las máquinas y del cobre en fusión.
- Pronto llegaremos a la antigua carretera -dijo Nicolás.
- ¿Por qué miran con tanto desdén? -preguntó Chloé-. Al fin y al cabo, trabajar no es para tanto.
- Se les ha inculcado la idea de que trabajar es algo bueno -dijo Colin-. En general, se considera así. Pero, de hecho, no hay nadie que lo piense. Se hace por costumbre y para no pensar en ello precisamente.
- De todas maneras, es una tontería hacer un trabajo que podrían hacer máquinas.
- Pero las máquinas habría que construirlas -dijo Colin-. ¿Y quién va a hacerlo?
- ¡Bueno, por supuesto! -dijo Chloé-. Para hacer un huevo, hace falta una gallina, y una vez que se tiene la gallina se pueden tener montones de huevos. Así que vale más empezar por la gallina.
- Habría que saber quién impide fabricar las máquinas -dijo Colin-. Lo que falta, por lo visto, es tiempo. La gente pierde el tiempo en vivir y entonces ya no le queda tiempo para trabajar.
- ¿No será más bien lo contrario? -dijo Chloé.
- No -dijo Colin-. Si tuvieran tiempo para construir máquinas, luego ya no tendrían necesidad de hacer nada. Lo que yo quiero decir es que la gente trabaja para vivir en lugar de trabajar para hacer máquinas que les permitan vivir sin trabajar.
- El asunto es complicado -consideró Chloé.
- No -dijo Colin-. Es muy sencillo. Por supuesto, habría que ir poco a poco. Pero se pierde tanto tiempo en hacer cosas que acaban gastándose...
- Pero ¿no crees tú que les gustaría más quedarse en casa y besar a su mujer, ir a la piscina y a divertirse?
- No -dijo Colin-, porque no piensan en ello.
- Pero ¿acaso es culpa suya si creen que está bien trabajar?
- No -dijo Colin-, ellos no tienen la culpa. Es que se les ha venido diciendo: «El trabajo es sagrado, el trabajo es bueno, el trabajo es hermoso, el trabajo es lo que cuenta antes que nada y sólo los que trabajan son quienes tienen derecho a todo». Lo que pasa es que se organizan las cosas para hacerles trabajar constantemente y entonces no pueden aprovecharse de ello.
- Entonces, ¿es que son tontos?
- Sí, son tontos -dijo Colin-. Por eso están de acuerdo con quienes les hacen creer que el trabajo es lo mejor que hay. Eso les impide reflexionar y tratar de progresar y dejar de trabajar.